Por Ariel Zúñiga.
El arte siempre fue la producción más sublime de las élites, realizaciones de cortesanos dirigida a satisfacer las ansias espirituales de los aristócratas, los apetitos de distinción con sus pares, la ostentación con competidores foráneos y la intimidación simbólica hacia los súbditos.
Sin embargo al convertirse las masas en sujetos sociales activos culturalmente hablando es decir, capaces de influir simbólicamente en las élites, el arte se democratiza al abandonar las cortes y poder ser financiada no sólo por el príncipe sino que también por los centavos de las entradas al cinematógrafo. Los patrones estéticos dejen de estar radicados en las ansiedades de las élites y comienzan a buscar la adherencia de la mayor cantidad de consumidores culturales posibles transformándose simplemente en moda.
La existencia de un mercado global, diverso en su sentido mercantil, permite que coexistan distintas modas sin dejar de serlo; muchos aspiran a lo “alternativo”, a lo “vanguardista” pero cada uno de esos rótulos se corresponden con un target comercial específico. Múltiples combinaciones de formas posibles en busca de la adherencia masiva con el objeto de obtener el dinero, la fama o ambas al mismo tiempo. Ninguna diferencia entre múltiples manifestaciones diversas en lo esencial, objetos del subconjunto de la moda.
La búsqueda del arte en la técnica o en el aplauso de los auditorios, y de la técnica como una fórmula capaz de conseguir que un mamarracho sea aplaudido han conspirado en que se transforme en un producto sublime de la humanidad destinado a la comunicación profunda, intercultural, intergeneracional, universal.
Algo surgido por defecto, para satisfacer la vanidad de las élites, se alimentó del juego infantil de nuestro pasado pre civilizado, de la producción inocente, sin afanes, espontáneo.
Si el arte no lo subordinamos a una ética, a una concepción de mundo y hombre, nada nos puede permitir discernir lo irrepetible de la excrecencia, lo indispensable de lo banal, salvo el arbitrio resentido del crítico, aquel que nunca ha sido artista y se conforma con vituperar desde la galería.
Más que nunca el mundo requiere de nuestra rebeldía, de nuestra irreverente actitud de desdeñar el aplauso, la crítica y la técnica. Como un modo de expresar nuestra voluntad de transformación, de inclusión y de igualdad.